sábado, 21 de junio de 2014

LA  IDEA  Y  LAS  IDEOLOGÍAS
Lecciones de Filosofía dictadas en la Cátedra privada del
Profesor Jordán Bruno Genta.
(Publicadas por Ediciones del Restaurador, 1949)


Clase Nº 27: liberalismo, autoridad, sofística, demagogia…(Protágoras es un ferviente KK).

Sócrates insiste en agotar todos los argumentos posibles, hasta aquellos prácticamente  más fuertes e impresionantes que Protágoras puede esgrimir en defensa de su doctrina, a fin de que la refutación sea completa y definitiva.  Corresponde anticipar que no obstante el carácter definitivo de la refutación socrática, la sofística reaparece  siempre de nuevo y goza de una popularidad indiscutible, porque es el método para los fáciles triunfos en los negocios humanos, habida cuenta de la eficacia práctica de la simulación, del engaño, de las seductoras apariencias, de la economía del esfuerzo y de los acomodos oportunistas.
¿Acaso los prudentes que se usan y los numerosos partidarios del mal menor tienen otro maestro que Protágoras?
Una notoria falta de visión académica ampliamente difundida en los medios escolares de nuestro mundo occidental, impide o hace difícil por lo menos, el justo reconocimiento de Protágoras como  padre del liberalismo en todos los órdenes teóricos y prácticos. El liberalismo moderno procede del gran Sofista, tanto como el liberalismo de sus contemporáneos de la antigua Grecia.
Liberalismo quiere decir siempre lo mismo: odio incurable a toda autoridad legítima, así en el pensamiento como en la conducta. Una autoridad ilegítima, falsa, aparente, es, en cambio, tolerable y hasta digna de los mejores auspicios liberales; nada más lógico puesto que una falsa autoridad es una real falta de autoridad y, además, un escarnio del principio de autoridad.
La supresión de la autoridad, esto es, de toda superioridad teórica y práctica, se consigue real y verdaderamente hasta donde es posible violentar el régimen natural de las cosas, por medio de una apariencia de autoridad y de ordenación jerárquica: y así se llega a un estado de anarquía y confusión extremos dentro de una aparente organización constitucional y de una codificación artificiosa de códigos y reglamentos que parecen contemplar hasta el mínimo detalle.
Todo está mezclado y confundido con todo: creencias, filosofías, arte, costumbres y usos, razas, sexos, edades, en un cosmopolitismo de feria de vanidades divinas y humanas donde todo vale igual y es igualmente respetable porque nada vale nada ni se respeta nada. He aquí propicio el ambiente para la sagrada Libertad que preconiza el liberalismo;  en esa Babel del espíritu de siente, por fin,  libre y se acomoda sin trabas  ni escrúpulos de ninguna clase.
Liberalismo quiere decir, pues, una inteligencia liberada de las odiosas definiciones y una voluntad libre de tener que  decidirse y comprometerse en nada.
Pretender que la inteligencia defina,  diga lo que es, el ser uno y el mismo de las cosas, es un propósito dogmático, totalitario  y agresivo que repugna a la libertad ¿Porqué una opinión ha de valer más que otra cualquiera? ¿Qué significa declarar que un juicio es verdadero y que otros son falsos? O ¿Qué es eso de declarar que hay una Religión verdadera y que las otras son falsas?
Tan sólo un espíritu sectario, fanático, regresivo y oscurantista puede hablar de la Verdad, del Bien, de la Belleza y de la Justicia con carácter absoluto: no hay ni debe haber esencia de nada y, por lo tanto, no hay ni puede haber definición.
 Esto quiere decir que la inteligencia humana  no tiene su objeto propio en definir, en declarar lo que es, puesto que no hay ser y “que todo está en movimiento, y que todas las cosas son para los particulares y para los Estado  tales como ellas le parecen”: tal como repite incansablemente Protágoras.
Es tarea fácil distinguir la voz del maestro en sus discípulos: así, por ejemplo, cuando Descartes dice  que “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo”; Comelio, aquello de “enseñarlo todo a todos”; Rousseau al afirmar que “ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye  derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres”; Marx o Engels al insistir que “si en nuestras investigaciones  nos colocamos siempre en este punto de vista, terminaremos con el postulado de las soluciones definitivas y de las verdades eternas; tendremos en todo momento conciencia de que los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallará condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para la vieja metafísica todavía en boga, de los verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo, de lo idéntico y de lo diverso, de lo necesario y de lo contingente”; Cousin en su difundido eclecticismo, al acomodar el sensualismo y la moral del interés con el espíritu filantrópico de la Enciclopedia y los principios del Evangelio, en una amalgama de incompatibilidades correctamente liberal; Durkheim en su reiterada conclusión de que “el hombre real evoluciona como el medio que lo rodea”; Dewey con su constante diatriba en contra de “la verdad absoluta que requiere absoluta obediencia”; a la cual  opone  “el reconocimiento de una relación de las ideas filosóficas con las condiciones establecidas por la experiencia que promueve, por el contrario, la intercomunicación, el cambio y la interacción. Mediante  estos procesos se modifican las diferencias de opinión en el sentido  del consentimiento. Son negociables.” Y entre los epígonos de la doctrina protagónica que han alcanzado valor representativo dentro de la inteligencia nacional, nos bastará citar al recomendado maestro de la juventud. José Ingenieros, quien no vacila en sostener que “la existencia de la especie humana y su repartición en nacionalidades es un accidente en la evolución  biológica y carece de finalidad”. Al mismo autor le pertenece este alarde  de vanguardista que le habría envidiado el mismo Protágoras: “Ningún pensador argentino tuvo los ojos en la espalda  ni pronunció la palabra “ayer”. Todos miraron al frente y repitieron sin descanso “mañana” ¿Qué raza posee una tradición más propia para su engrandecimiento?”
No puede negarse que el colmo de la movilidad de todas las cosas se alcanza con esta idea de una tradición que consiste en negarse indefinidamente a sí misma, en devorarse implacablemente a sí misma como una serpiente que no cesa de morder  su propia cola.  Hasta cierto punto debemos reconocer que Ingenieros anota un hecho cierto en nuestra historia ideológica y política, puesto que hemos ido jalonando una modernísima “traición” a base de una obstinada negación de la tradición, como si la consigna fuera querer no ser, cambiar el alma por otra alma siguiendo la ruta del Progreso que tiene sus ojos siempre fijos en el futuro indefinido.
Hasta un pensador español de tiempo gentil, discípulo de Sócrates, como fue Lucio Anneo Séneca, sabía del pasado que no pasa, del pasado memorable que se constituye en nuestra secreta esperanza, en nuestra única certidumbre del futuro: “En tres tiempos se divide la vida, en presente, pasado y futuro. De éstos, el presente es brevísimo; el futuro dudoso, y el pasado incierto. “Esta parte del tiempo es una cosa sagrada y delicada, libre ya de todos los humanos acontecimientos y exenta del imperio de la fortuna, sin que le aflijan la pobreza o el miedo, ni el concurso de varias enfermedades”. (“De la Brevedad de la Vida”).
Pero Séneca nos resulta un “pasatista” aburrido, enfermo de piedad y de una pretendida sabiduría que distingue en todo lo que existe, lo que es eterno y lo que es transitorio, lo que es y lo que no es, la verdad y el amor, la justicia y la injusticia, la belleza y la fealdad; y que , por lo tanto, no tolera que la sabiduría se confunda con la habilidad y que la verdad no sea otra cosa que la respuesta más conveniente y oportuna  a las exigencias de la vida en cada momento y circunstancia.
Es que para Protágoras, guía supremo del juicio y de la conducta  en toda época ordinaria, plebeya, multitudinaria, igualitaria y progresista, la sabiduría no es más que la habilidad  para existir a gusto y para tener éxito en los negocios de la vida, sean públicos o privados: “En efecto, lo que parece bueno y justo  a cada ciudad es tal para ella mientras forme este juicio; y el sabio hace que el bien y el mal, sea y parezca tal a cada ciudadano. Por la misma razón, el sofista, capaz de formar de esta modo a sus discípulos, es sabio, y merece que ellos le den un gran salario”.
He aquí las razones eminentemente prácticas que justifican el magisterio de Protágoras y la superioridad de unos sobre otros, el que haya sabios e ignorantes, a pesar de que no tiene sentido hablar de opiniones verdaderas y de opiniones falsas, puesto que todas son iguales e igualmente válidas. Lograr que un individuo cambie sus opiniones  perjudiciales por otras benéficas y hacer que le parezcan de otro modo las cosas, a fin de ponerlo en condiciones de servir, o de usar convenientemente, es el privilegio del maestro y su título de sabio.
Nada existe en la tierra y en el Cielo que sea respetable ni venerable de suyo; tan sólo hay ideas y cosas útiles o perjudiciales para las circunstancias presentes, sea en lo personal o en lo público: “con respecto a lo justo y lo injusto, a lo santo y lo impío; nada de todo esto tiene por su  naturaleza una esencia que le sea propia, y la opinión que toda una ciudad se forma, se hace verdadera por este sólo hecho y sólo por el tiempo que dure”.
Considerando que el hombre necesita de la sociedad para satisfacer sus necesidades, se comprende que su orientación en materia de opiniones y preferencias debe resultar de su feliz adaptación a los criterios dominantes, a lo que hoy llamamos con verdadera unción opinión pública. De ahí que un movimiento de opinión sea el requisito previo para instituir como verdadera, justa o bella una cosa; la profusa y ruidosa propaganda de una mercancía nos da la pauta de los fundamentos de la opinión pública, lo mismo se trate de la nueva lapicera o de una ideología novedosa.
Claro está que en tiempos como los actuales,  cuando prevalece la habilidad sobre la sabiduría hasta el punto de sustituirla en todos los terrenos, “los que se han pasado mucho tiempo en el estudio de la filosofía parecen oradores ridículos, cuando se presentan ante los tribunales”.
Es que se pierde el sentido de la medida y ya no queda otra medida que el número, el dictamen de las mayorías; esto es, la arbitrariedad absoluta, porque no tiene más apoyo que las sensaciones y las pasiones más inferiores. La “Ciencia” llega a ser aquí lo mismo que la sensación, y toda la habilidad reside en los estímulos que obren sobre el gran animal  de que nos habla Platón en La República”.
La esencia ha dejado de ser el principio de la realidad que ya no es más que la pura apariencia, en un mundo de sombras y de fantasmas sin ninguna consistencia; un mundo para ilusionistas y para brujos que revisten la apariencia de cualquier investidura sagrada o profana y que crean cualesquiera apariencia en las cosas. Entonces se oye en todas partes, hablar de la necesidad de las ilusiones para vivir, de las mentiras piadosas,  de la mística que pone de pie a un pueblo y le hace obrar increíbles hazañas; y, por consiguiente, el remedio contra la depresión moral está en suministrarle una “mística” al paciente, a fin de arrancarlo del complejo de inferioridad.
 La verdad es lo único que no cuenta; pero ella, solamente ella, nos hace libres. Tiene razón Sócrates cuando les observa a los discípulos de Protágoras que: “Me parece que los hombres, educados desde la juventud en el foro y en los negocios, comparados con las personas consagradas a la filosofía y a estudios de esta naturaleza, son como esclavos frente a hombres “libres”… porque aquellos suelen “tener el alma pequeña, sin rectitud, porque la servidumbre a que está sujeta desde la juventud, le ha impedido elevarse, y lo ha despojado de su nobleza, obligándolo a obrar por caminos torcidos y exponiéndola, cuando aún era tierna, a grandes peligros y grandes temores. Como no tienen bastante fuerza para arrastrarlos tomando el camino de la justicia y de la verdad, se ejercitan desde luego en la mentira y en el arte de dañarse los unos a los otros, se doblegan y ligan de mil maneras, de suerte que pasan  de la adolescencia a la edad madura con un espíritu enteramente corrompido, imaginándose con esto haber adquirido mucha habilidad y sabiduría”.
Todo el poder de persuasión de estos hombres serviles, sofistas y demagogos, reside en la adulación y en el temor. Su seudociencia no es más que sensación.+