viernes, 28 de noviembre de 2014

¡ Doctrina Nacionalista !
El Magisterio de los Arquetipos  de  la
Nacionalidad
Profesor Jordán Bruno Genta
L
a república es una Nación que obedece a las leyes escritas en la conducta de sus héroes fundadores, en las instituciones del derecho natural y en las antiguas costumbres.
     Los muertos mandan a los vivos en la medida que vivieron en previsión del futuro y de las leyes promulgadas con ese sentido de perennidad: son reglas inmóviles en el tiempo.
     La aristocracia del hombre, se jerarquía moral, reside justamente en la libre obediencia de la norma invariable y en la continuidad de la responsabilidad histórica. Por esta razón, el fin de la educación del ciudadano consiste en mantener la identidad del ser nacional en el cumplimiento de los mismos deberes, a través de las generaciones y del cambio de las circunstancias.


     La educación que prepara para vivir en la libertad de la República, se funda en la dura disciplina de la inteligencia y del carácter. A ella debe someterse la juventud en la edad de máxima promesa y de máxima esperanza, que le permite soportar como normal y adecuada, la exigencia más severa.
     La inteligencia juvenil percibe la idea en la imagen viva y concreta, más bien que en la pura abstracción del concepto, Esto significa que el corazón de la juventud  sólo puede ser arrebatado por el entusiasmo en presencia de los varones ejemplares: el santo y el héroe, el filósofo y el artista. Sólo la idea encarnada realizada en una vida egregia, tiene fuerza operativa e irradia una atracción irresistible. De ahí la necesidad de los arquetipos, de los modelos fijos y definitivos, que debe ser propuestos a la juventud como norma y estímulo de su vocación de grandeza.
     ¿Creer tú que es posible acercarse constantemente a un objeto, con admiración y con  amor, sin esforzarse por imitarlo?, nos recuerda Platón en ‘La República’.
     La voluntad arbitraria y caprichosa del niño, lo mismo que la inmediatez de sus sensaciones e impulsos, deben ser superados por la disciplina lógica y el rigor ético, a fin de elevarlo paulatinamente a la ponderación del juicio y a la preferencia razonable de la voluntad.
     La autoridad del educador debe sustituirse a la inteligencia pueril y a la voluntad incompleta del educando, para fijar en ellas, mediante una larga obediencia, el hábito de los principios absolutos y de las reglas seguras, hasta llegar por sí mismo al libre sometimiento. La primera naturaleza del niño, privado de libertad, resulta así transformada en una segunda naturaleza de verdadero señorío sobre sí y las cosas; y la necesaria autoridad del maestro se cambia finalmente en la libertad real del discípulo.
     El auténtico modelo que debe proponerse a la juventud, el arquetipo de la nacionalidad, es aquel que más se ha exigido y a logrado mantenerse en la altura conquistada.
     El hombre verdaderamente normal y normativo es aquel que ha vencido, el que ha superado los mayores obstáculos; es aquel que ha dado testimonio de la verdad y se ha comportado en identidad con ella la vida entera, sin que tentación alguna pudiera nunca alterar en lo más mínimo, su firmeza inquebrantable, su fidelidad a la idea verdadera y justa. El temple de tal individuo se ha forjado en la voluntad tenacísima de llegar a ser los que es y de conservarse igual a sí mismo. Esto es lo que constituye un carácter, la manifestación de la idea en todos sus rasgos y en todas las acciones de una individualidad.
     La inmovilidad de un carácter  tiene su principio en la preferencia de la verdad conocida y en la valentía de dar testimonio de ella, en todas las situaciones.
     El prestigio moral y la influencia perdurable y profunda que ejercitan tales individuos sobre la juventud, es la razón fundamental y la garantía suprema de la libertad de los hombres y de los pueblos.
     Lo normal es, pues, la excelencia y no el término medio. Los grandes maestros del pensamiento y los varones más esforzados, en cuanto son las imitaciones más felices o más acabadamente logradas de Dios, constituyen el canon y la medida de lo que debe exigirse constantemente a la juventud de un pueblo para que sea digna de sus fundadores.
     He aquí el fin de una pedagogía nacional –dura, severa y ascética-, para poder hacer a los hombres capaces de soportar las exigencias de una vida libre y soberana.
     San Martín es la norma argentina. Su vida y sus hechos fijan el límite de la exigencia normal de una juventud acreedora a la responsabilidad de los hechos y capaz de querer la libertad de la Patria, tanto como la quiso él en las horas más fáciles y en las más  difíciles.
     Para que esa ejemplaridad irradie clara, limpia e irresistible, sin que sea posible confundir el significado y el valor de su destino, es menester una inteligencia conforme a su verdadero ser; una interpretación adecuada de la cualidad que lo distingue y le confiere jerarquía de conductor de la juventud.
     El perfil definido del héroe está expuesto al equívoco de las interpretaciones erradas o falaces de una inteligencia disminuida para la verdad y que confunde el valor propio y el justo lugar de cada cosa.
     Es notorio que una mirada vulgar y una virtud pequeña carecen del sentido del rango y sin impotentes para apreciar la grandeza.
     La influencia envilecedora de falsas ideologías y de hipótesis groseras llega incluso a hacernos aborrecer a los hombres más venerables y a los acontecimientos más sagrados: hasta el mismo Dios llega a ser aborrecible o  indiferente.
     La inteligencia no es todo en el hombre, pero casi todo. De ahí que los que van a ser destinados a la educación de la juventud deben ser sometidos a la disciplina metafísica de la inteligencia para adquirir el sentido de la proporción; para llegar a ser lo que una cosa es y el lugar que ocupa en el conjunto. No es posible darse a sí mismo y darle a los demás su justo lugar, sin la posesión de la ciencia que distingue y jerarquiza.
     Por eso dice Sócrates en ‘La República’ de Platón: ¿Qué diferencia ves tú entre los ciegos y aquellos privados del conocimiento del ser, sin tener en el alma ninguna luz que les sirva de guía, sin poder volver la mirada sobre la verdad eterna, como los pintores sobre el modelo, sin poder relacionar todas las cosas con esa verdad y contemplarlas con la máxima atención posible, resultan incapaces de deducir las leyes que deben regir lo que es honrado, lo que es justo, lo que es bueno; y después de establecer dichas leyes velar por su cumplimiento y su conservación? (Libro VI).
     Nosotros los argentinos, venimos padeciendo desde generaciones una pedagogía antimetafísica y antinacional; una pedagogía liberal, positivista y utilitaria, que ha deseado hacernos desear un alma extranjera, que nos ha ahondado un sentimiento de inferioridad, hasta el punto de avergonzarnos de nuestras tradiciones espirituales y de nuestro linaje español.
     Nosotros, que procedemos de un pueblo de moralistas –santos y caballeros, teólogos y juristas-;  Y que hemos reiterado su dimensión egregia y sus memorables hazañas, en los cuarenta años que fueron necesaria para conquistar la nacionalidad argentina, hemos llegado a despreciarnos con tales precedentes.
     Esta aberración de la inteligencia y este extravío de la voluntad, son la consecuencia necesaria de una pedagogía para pueblos coloniales, que la más lamentable confusión de nuestra historia, nos hizo convertir en escuela oficial desde el ochenta.
     Hasta entonces el ascetismo y la dureza de la vida habían definido el estilo moral de nuestra existencia. Desde entonces, hemos venido repitiendo, con nuestros preceptores extranjeros: “El ascetismo debe desaparecer de la educación como desaparece de la vida” (Spencer: ‘La educación’). Y abandonamos el magisterio de los héroes, de las más altas excelencias de la vida, para conformarnos “cada vez más a los procedimientos de la naturaleza”, mecanizada, impersonal y ciega.
La ciencia que finaliza en técnica y su método de cálculo y de experimentación, fueron erigidos en la exclusiva ciencia y en el exclusivo método para la educación intelectual del hombre argentino. Y es todavía una pseudo- filosofía empírica y utilitaria, con su cortejo de virtudes pequeño-burguesas la que fundamenta nuestra pedagogía oficial.
     Se comprende que el materialismo en todas sus formas, que se reducen siempre al tipo ideológico ceñido por la experiencia sensible y el sentido económico de las cosas, tenga un carácter eminentemente populista y haya gozado siempre del favor de la multitud. Sólo una mentalidad pequeña es capaz de hipótesis tan groseras como el evolucionismo darwinista o el materialismo histórico. Sólo la medianía irremisible de la época ha podido consagrarle su entusiasmo y su devoción.
     Platón, el primero entre los pares de la más alta aristocracia de la inteligencia que haya existido jamás, subrayó el origen plebeyo de toda forma de empirismo y de utilitarismo. Esto no excluye la presencia de cualidades respetables en los depositarios de este espíritu pragmático: capacidad de trabajo, tenacidad, exactitud, paciencia, honradez, puntualidad, etc.
     Por el contrario, es signo inequívoco de auténtica aristocracia del espíritu la veneración de la antigüedad y el orgullo de un origen elevado; afirmar los mismos principios y las mismas últimas razones que fueron reconocidas y respetadas en el pasado; que la misma fe y la misma fidelidad de los antecesores, sean hoy todavía nuestra fe y nuestra fidelidad.
     El odio a la antigüedad y a los valores permanentes es el signo de la mediocridad irrevocable. Las almas plebeyas no reconocen normas inmutables ni arquetipos definitivos; confunden el respeto con la urbanidad y el pudor con la higiene. Los materialistas exponen este incurable resentimiento contra el ser, en lenguaje más directo uy más claro que susa tímidos secuaces empiristas: “Todo lo que existe merece perecer”, declara Federico Engels y adhieren todos los amantes del progreso indefinido, para quienes la Edad de Oro está siempre en el porvenir.
     De ahí esa íntima complacencia de los modernos en hipótesis como el transformismo, que han surgido del encono contra las especies y los tipos fijos.
     El empirismo que informa nuestra pedagogía liberal, es la filosofía típica de los pequeños burgueses; una especie vergonzante de materialismo, una forma disimulada, oportunista y farisaica de esa misma ideología que se expresa en el lenguaje cínico y audaz de los doctrinarios marxistas. Es un lenguaje propio de los tibios y de los cómodos, cuyo léxico hemos padecido largamente en las escuelas; evolución, adaptación al medio, selección natural, progreso indefinido, librepensamiento, expansión ilimitada de la individualidad, tolerancia, liberalidad, humanidad, etc.
     El recurso crítico empleado igualmente por empiristas y materialistas, es la historia natural del espíritu y sus bienes trascendentes: religión, filosofía, arte, moral y derecho. Una vez que se fija el origen de la creencia religiosa en la ignorancia y el temor, y se hace radicar la especulación filosófica en  un estado larvado de la inteligencia; una vez que el espíritu y sus contenidos propios son reducidos por esa crítica perversa a las condiciones materiales o razones externas de su existencia no queda otro principio que la utilidad para fraguar una explicación universal del destino del hombre, ni otro fundamento que la economía para construir la sociedad, ni otro método científico que el experimental para darle un sentido positivo al esfuerzo y asegurar el mejoramiento progresivo de las condiciones de vida, fin último de todos los afanes del hombre.
     En esta forma se llega a proponer como un progreso la sustitución del magisterio del modelo divino y de los grandes hombres, por esa tendencia del a vida del individuo y de la sociedad a imitar los procesos mecánicos del mundo físico y el equilibrio de las fuerzas ciegas, que estudia la ciencia empírico-matemática de la naturaleza. Es el programa de la socialización  radical de la economía y de la nivelación completa de los individuos, mediante su adaptación y ajuste a una administración colectiva de la Sociedad merced a un proceso que convierta  a la comunidad de todos los hombres en un inmenso mecanismo de producción y distribución colectiva, donde cada individuo  no sea más que una ínfima pieza articulada con todas las demás. La fuerza resultante de esa concertación de elementos insignificantes de suyo y fácilmente reemplazables, tendrá el poder suficiente como para asegurar el máximo de bienestar y de seguridad a todas las piezas del conjunto.
     Se habrá conseguido de este modo, el extremo envilecimiento del hombre, la esclavitud irremediable del individuo a la especie. Si la inteligencia no tiene en nosotros más que un mero valor de instrumento de trabajo, los individuos y los pueblos no son más que funciones del mejoramiento indefinido de las condiciones materiales de la vida, que acompañarán a los siempre nuevos ejemplares de la especie. Ocurre, pues, que el hombre se manifiesta como instrumento de las condiciones externas de su existencia, en lugar de ser éstas, el medio para la perfección de su ser y para el cumplimiento de su fin político y espiritual.
     Tales son los caminos por donde lleva esa pedagogía liberal y cosmopolita que hemos soportado durante sesenta años y que ha comprometido, más todavía que la integridad de nuestro patrimonio material, la existencia misma de nuestra individualidad moral y política. La educación estructurada sobre los valores utilitarios, desvinculada de la formación ética del ciudadano, que predica un pacifismo internacionalista, el menosprecio de la Cruz con su laicismo beligerante y el menosprecio de la Espada con su odio a los hombres que la ciñen, necesitaba ser reintegrada a su verdadera función específica: la de formar al hombre en el conocimiento de la verdad y en la vida de la justicia, es decir, en el servicio de Dios y de la Patria. Y es este uno de los empeños decisivos de la revolución del 4 de junio, en el cumplimiento de su programa de regeneración política de la Nación.
     La tarea primordial consiste en restablecer la jerarquía de la inteligencia mediante el cultivo de la filosofía perenne, cuyas fuentes vivas son los grandes maestros clásicos –Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás-; así como la frecuentación necesaria de aquellos eximios  doctores de la España Imperial, maestros de doctrina moral y jurídica como Victoria y Suárez, a fin de devolverle a la Política su rango de ciencia arquitectónica y la antigua prudencia a los varones esclarecidos, que tendrán presente en la legislación de lo temporal y perecedero, la contemplación de la verdad eterna y el orden inmutable del ser.
     La política educacional, en lo que atañe a la formación del carácter en las almas juveniles, se propone restituir la pedagogía de los Santos y de los Héroes a fin de que vuelvan a brillar en la conducta del ciudadano, la sobriedad, la fortaleza, la prudencia y la justicia de los modelos escogidos.
      El cumplimiento de este ideal educativo, sólidamente establecido, dará como resultado la aparición de ciudadanos ejemplares en quienes se integrará un alma serena y firme con un espíritu vivo y brillante; alianza rara y preciosa que Platón describe en el hombre que se ha formado un carácter y que se manifiesta como una libertad.
     La Patria tiene en el Héroe fundador de su nacionalidad, General José de San Martín, un claro testimonio de esa excelencia y el llamado perentorio a las generaciones presentes, para el cumplimiento de la vocación misional de su destino.
     Y de este modo tendremos la seguridad de que no reaparecerán jamás      “esos doctores mercenarios a quienes el pueblo llama sofistas… y que no enseñan otra cosa que las máximas profesadas por el mismo pueblo en las asambleas tumultuosas, y a eso llaman sabiduría”. Porque no deben volver jamás a la función pública los hombres “que hacen consistir su sabiduría en saber conocer los gustos y caprichos de una multitud reunida al acaso” (Platón, ‘La República’, Libro VI).
     Por el contrario, haremos que nuestro Gran Capitán presida eternamente el destino de la república, a fin de que las generaciones argentinas estén siempre en presencia de un hombre “acabadamente conforme, en sus palabras y en sus actos al modelo perfecto de la virtud, hasta lo permita la debilidad humana” (iden).+