martes, 17 de enero de 2017

Comentario nacionalista: Artículo escrito por LOUIS SALLERON, publicado en la revista ULISES, de agosto 1965; preguntándose: ¿porqué el vulgo y los políticos  se dicen unánimemente democráticos? Todos son demócratas; los corruptos, los traidores, los demagogos, los ignorantes, todos son demócratas. Para ser demócrata sólo hay que decir que uno lo es. No interesa su actuación. El Régimen democrático no reconoce ninguna obligación moral;  sólo exige que sus santulones rindan culto al  rito legal sufragista, en la logia o en el “partido”. Desde Perón hasta KK y Macri,  todos en la Argentina, incluyendo a los ladrones y cipayos,  de las “derechas” y las “izquierdas”, fueron demócratas . Y los que vengan después, tan ladrones y cipayos como los anteriores,  también se declararán demócratas. O sea que políticamente la democracia no define nada ni a nadie. Cualquiera es  demócratas; ninguno es demócrata. Esta es la realidad, pasa el tiempo y los que se dicen demócratas son cada vez más antidemócráticos, porque repudian la soberanía,  la tradición nacional, la justicia social, y falsifican la historia, cultivan el maquiavelismo político y la corrupción: atentan contra el orden, el bienestar y la felicidad popular:  por lo cual los cipayos  y corruptos no pueden ser considerados demócratas, aunque digan que su poder es legítimo porque  emerge de las urnas.  La democracia liberal es un mito fraudulento para que el Régimen se entronice en el poder, con el consentimiento de los  que se autodefinen demócratas. En definitiva, democracia y demócrata son sólo sonidos que no expresan realidades políticas, sólo expresan mentiras.

LA RELIGIÓN DEMOCRÁTICA
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ucho se ha escrito sobre la democracia y se sigue escribiendo. Se han dado mil definiciones de la democracia. Se ha dicho lo que era o lo que debía ser o lo que se esperaba que fuese. Se ha distinguido la “verdadera” democracia de la falsa.  En síntesis, se ha dicho todo cuanto en el mundo se puede decir  sobre la democracia, pero nunca (que yo sepa), se ha planteado la siguiente pregunta: ¿porqué todo el mundo se dice democrático?
      Al oírla, por primera vez, esta pregunta nos causa extrañeza; y sin duda oiremos respuestas como ésta: porque la democracia es la verdad (o: porque es la civilización); ¡porque quien rechaza la democracia es un bárbaro, un reaccionario, un explotador, un fascista, un integrista! (y quien sabe cuantas cosas más todavía).
      La respuesta sería muy satisfactoria si hubiese el más leve acuerdo entre  la definición de la democracia y su contenido. Pero hay un desacuerdo: un desacuerdo  que no afecta a detalles sino a puntos esenciales, puntos que comprometen todo el concepto del hombre y de la sociedad.
      Por ejemplo, si ha dos personas se les pregunta sin malicia ni doblez: “¿Es Ud, demócrata?”, “Si naturalmente”, responde una. “¿Si soy demócrata?”, dice la otra, y añade: “¿Por quien me toma Ud.?”
      Si estas dos personas son franceses uno se atreve a preguntarles si pertenecen a algún partido político. La primera os dice que es del MRP y la segunda que es comunista.
     He ahí a dos demócratas que hacen profesión de serlo y que, sin embargo, difieren profundamente respecto a todas las cuestiones económicas, políticas y religiosas y en todo lo demás.
      Haced la misma pregunta  a diferentes personas en un reunión internacional. Todos se dirán demócratas. Lo mismo contestarán un alemán, un norteamericano, un ruso, un chino (y aún: dos chinos, uno de Chiang y otro de Mao)..
      “Todos son demócratas” me dirá un contrincante irritado, pero lo que pasa es que no tienen el mismo concepto de la democracia.
      ¡Muy bien! ¡Magnífico! Se muy bien  que no todos tienen el mismo concepto de la democracia, Pero, al fin y al cabo, todos son demócratas. No se puede negarlo ya que ellos mismos lo afirman..
      Mi contrincante (irritado) tal vez entonces se encoja de hombros y rectifique su posición en los siguientes términos: “Todos se dicen demócratas pero eso no es cierto. X y Y son demócratas, Z no es demócrata, por lo menos no es verdadero demócrata”.
      De acuerdo, pero ¿porqué todos se dicen demócratas?¿Qué ventajas les reporta eso?
      Podemos hacer una concesión de vocabulario, por interés o por cortesía, en un ambiente en el que queremos hacer buen papel. Se puede decir entre los socialistas :”Soy socialista en el fondo”, y, entre los norteamericanos : “Critico a los norteamericanos porque me siento más norteamericano que el mismo Kennedy”, es una forma corriente de cortesía.
      Sin embargo, un comunista del Kremlin no pretende conquistar a un capitalista de Wall Street ni recíprocamente. No obstante, tanto el uno como el otro se dicen y proclaman demócratas.


      Mientras escribo estas líneas, tengo en mesa, y a la vista, dos libros. El primero se titula: La democracia por rehacer. Es el relato de un “ coloquio”  en base a informes presentados por R. Rémond, G. Vedel,  J. Fauvet, E. Borne con prefacio de Duverger . Todos son demócratas, evidentemente. (Desde cuando lo son sería divertido saberlo, puesto que varios de ellos pertenecieron en otro tiempo, si no me equivoco, a la Acción Francesa o al PPF de Doriot. Sería interesante saber si se decían demócratas ya en aquellos tiempos, o que gracia les ha tocado para que , abandonando sus primeros amores políticos hayan pensado hacer o “rehacer” la democracia). El segundo libro es El Estado y el Ciudadano y al abrirlo leo el titilo de la introducción: “La democracia en vista”. Es una obra colectiva publicada por  el club Jean Meulin, es decir, por algunos centenares de funcionarios, sindicalistas e intelectuales que componen dicho club. Todos son demócratas, evidentemente. Asimismo el Club nos informa que con El Estado y el Ciudadano se propone brindar los elementos  de un conjunto de estudios de la democracia del siglo XX y, en especial, de la democracia de Francia” (pg. 21). Es inútil, estoy perdiendo tiempo. Nadie discute que en política haya algo de valor  fuera de la democracia. La única cuestión es realizar la democracia o “actualizarla” o sustituir la “verdadera” por la falsa. En esto se ocupan los demócratas, vale decir, toda la gente. En esto se ocupan por todas partes, en Francia y en Alemania, en la URSS, en Argelia, en Egipto, en el Yemen, en la India, en China, en Mónaco.
      Todos son demócratas Y todos están en desacuerdo entre ellos mismos, separados por una gran fisura  internacional entre el Oeste y el Esta, aislados por la cortina de hierro. Y su desacuerdo se extiende a todo, excepto a la palabra y a la profesión de fe;  “Somos demócratas. Somos los verdaderos demócratas”
      ¿Por qué?
     ¿Porqué todo el mundo se dice demócrata?
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i demostración falla en un punto. Lo sé.
      No es exacto, en efecto, que “todo el mundo” se diga demócrata.
      Digo “todo el mundo” para abreviar. En el sentido corriente de la expresión, quiero decir: “Casi todo el mundo”. Pero la minoría es tan pequeña y de tan poca monta que se la puede pasar por alto.
      Así lo he hecho para simplificar.
      Ahora me toca el turno de complicar las cosas.
      Dejemos de lado a los que son minoría, como usted y como yo (o  yo solamente), y echemos un vistazo al vasto escenario internacional con el fin de buscar y analizar a los que no son demócratas.
      Aquí sí será menester hacer distingos.
      Como mi estudio se refiere al “decirse demócrata” y no al “ser demócrata”, habría que saber si hay hombres políticos importantes, como por ejemplo, jefes de Estado, que se digan no-demócratas.
      Sin embargo, en esto la profesión de fe personal tiene menos importancia que la opinión de los demás. Dicha profesión de fe, en efecto, puede ser tenida por una de las reglas del juego de interés o de cortesía, de que hablamos antes.  Mientras que, si todos los demás, por más que disientan entre ellos, concuerdan en afirmar que un  determinado jefe de Estado no es demócrata, es porque, probablemente, no lo sea.
      Un jefe de Estado que se diga demócrata y que sea considerado por Kennedy o por Khruschev y por los demás, como no-demócrata, no es demócrata, por más que él se tenga por tal.
      ¿Franco y Salazar se dicen demócratas? No lo sé. Es posible, tal vez. Pero ni Kennedy ni Khruschev ni Nehru ni el rey de Arabia, ni el presidente de la Guinea, ni ningún jefe de Estado, blanco, negro, amarillo o rojo (si queda) los consideran demócratas. Por lo tanto no son demócratas.
      He ahí lo interesante.
      ¿Por qué?
      Porque este acuerdo revela que en las profesiones de fe democráticas hay, en efecto, adhesión a un dogma, a un principio, en todo caso, a un objeto.
      Kennedy y Khruschev se dicen uno y otro, demócratas, pese que uno es el opuesto del otro en todo los aspectos. Y bien, de hecho, la profesión de fe  de ambos es la profesión de fe común. Ellos creen, por encima de todas  sus discusiones y disputas, en una misma verdad, o al menos en un mismo objeto que para ellos es la verdad. La prueba es que estarán de acuerdo para negarle, por ejemplo, a Franco la entrada al club democrático.
      Ahora bien ¿Cuál es esa fe común?  ¿Cuál es el objeto idéntico de la profesión de fe democrática?
      Para responder a estas preguntas hay que hacer un pequeño rodeo.
      Cuando estudiamos la historia de la naciones  podemos comprobar que, por encima de sus rivalidades, y a pesar de los reglamentos internos de funcionamiento que son, a veces, muy diferentes,  vemos que las naciones, o al menos grupos de naciones se consideran como integrando una misma familia supra nacional por el hecho de adherir a ciertos principios comunes. Se trata de algo distinto de la civilización; de una especie de supra-constitucionalidad internacional que podría llamarse la legitimidad internacional.
      Esta proposición varía mucho, eso cae de su propio peso, a través de los siglos. Pero nos basta considerarla  a partir del momento en que se vuelve tan clara como indiscutible, es decir, desde la Revolución Francesa.  El éxito de la Revolución Francesa crea frente a la antigua legitimidad –que se llamaba precisamente principio de legitimidad- una nueva legitimidad que es la de la soberanía popular, afirmada por la elección, frente al derecho divino y a la filiación dinástica.
      Todo el siglo XX marcará el progresivo retroceso del principio de legitimidad. El Tratado de Paz de 1919, dependiendo del Congreso de Viena, funda el orden europeo e internacional sobre la nueva legitimidad: la legitimidad democrática. Wilson es su sumo sacerdote, en nombre de la poderosa América, que así hace su entrada en el escenario internacional.
      Francia, Inglaterra, todas las naciones victoriosas y todas las naciones vencidas, adhieren a este legitimidad.
      En adelante toda nación se dice democrática.
     Todo jefe de Estado se dice demócrata.
      ¿Cuál es el contenido de la legitimidad democrática? Es bastante impreciso, Se puede decir, con Lincoln, que el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Las vías y los medios de realización son diversos, y el club democrático no es exigente en los detalles.  Sin embargo, en cualquier caso, es necesario la elección. Un régimen no puede tener derecho a  llamarse democrático sin haber recibido la unción electoral. Este es el único sacramento exigido.
      En el intermedio de las dos guerras, diversas naciones europeas amenazadas por la anarquía o el comunismo tuvieron que recurrir a la dictadura. Se hicieron así, poco a poco, cada vez más sospechosas a Francia, Inglaterra y Estados Unidos, por ello se las señaló, expresa o virtualmente, como anti-democráticas. La guerra terminó por estallar. Alemania, Italia y Japón fueron vencidos. Con su derrota, sus respectivos regímenes, aunque muy diferentes, fueron condenados por anti-democráticos. En cambio la URSS, mucho más cerca  de la Alemania nazi que de las otras naciones occidentales, por muchos conceptos, fue proclamada democrática. Las naciones que ella esclavizó fueron también declaradas democráticas por el mundo occidental. Esto hace que el universo entero este regido por el principio de la legitimidad democrática. Las elecciones garantizan este principio en todas las naciones.
      Después de la guerra, los Estados Unidos decidieron la “descolonización” del planeta. Y esto por cuatro razones: 1- porque se consideran una colonia liberada  de la tutela europea y que, en este aspecto, se sienten solidarios  de todas las colonias aún no emancipadas; 2- Porque estimaron que, en lo sucesivo, el liderazgo mundial les pertenecía y que las colonias europeas eran una traba; 3- porque pensaron que harían más fácilmente sus negocios con las colonias convertidas en Estados libres; 4- porque temían que, de no tomar ellos  la iniciativa, la emancipación  de las colonias podría realizarse bajo el signo soviético.
      Así sucesivamente Holanda, Gran Bretaña y Francia, perdieron todas sus colonias. Argelia había podido tener  un destino distinto y dar al mundo el ejemplo de un país que hubiese superado, en una convivencia pacífica, las querellas nacionalistas, raciales y religiosas. América no quiso que así fuera y, en un baño de sangre que coincidió con uno de los éxodos más masivos de la historia, Argelia, a su vez, fue declarada independiente.
      Esas decenas de colonias transformadas en estados independientes  hoy son países democráticos. El sólo hecho de destruir una legitimidad antigua habría bastado para darle ese carácter. Pero son democráticos porque tienen la bendición y el padrinazgo tanto de los Estados Unidos como de la URSS, Lo único que se les pide son elecciones, como mínimo. Y los plebiscitos siempre satisfacen a los elegidos y a los electores.
      He ahí pues lo que es la democracia en el plano internacional. Es el régimen de cualquier Estado que, mediante el bautismo de una elección popular, se dice libre, con el consentimiento de los Estados Unidos y de la URSS, o de una de estas dos potencias.
      Un país se dice democrático porque ésta es la única manera de poder entrar en el Club internacional, sea por la adhesión directa a la ONU, sea por su capacidad para adherirse a ella gracias al padrinazgo de los Estados Unidos o de la URSS. El derecho de ingreso, una vez más, se reduce a la designación del gobierno por vía electoral.
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ste análisis, por sumario que sea, basta ampliamente para dar respuesta a la cuestión que planteábamos.
      ¿Porqué  todo el mundo se dice democrático? En el escenario internacional todo el mundo se dice democrático porque es imposible, o al menos, muy arriesgado, obrar de otro modo. La legitimidad internacional es de aquellas potencias que imponen su ley al mundo. Puesto que los Estados Unidos de América y la URSS y los principales países de la vieja Europa son todos democráticos y se proclaman democráticos, todos los demás países están obligados a proclamarse igualmente democráticos.
      Quedaría sin embargo por definir  la democracia. Pues bien vemos que a ese alto nivel basta con atenerse al vago sentido etimológico. Por ser todo gobierno siempre el gobierno del pueblo, y al pretender todo gobierno gobernar para el pueblo, el único criterio  de la democracia  sigue siendo la designación del gobierno por el pueblo. Basta inscribir la democracia  en una constitución y proceder a una cierta operación plebiscitaria para que nazca un Estado democrático.
      Si una revolución engendra un nuevo Estado, ya tiene, por este hecho, la unción popular. Una revolución, sobre todo cuando hace derramar mucha sangre y destruye muchas cosas, significa una voluntad popular. Destruir el orden antiguo para instaurar un orden nuevo es imitar el ejemplo norteamericano, francés, ruso. Esto es inscribirse en la legitimidad democrática internacional.
      Revolución, elección, padrinazgo de las grandes potencias y especialmente de los Estados Unidos de América o de la URSS: he ahí lo que constituye el Estado democrático. He ahí lo que permite que una nación tenga existencia  en el escenario internacional. He ahí lo que explica porqué todo país y todo jefe de Estado se diga democrático. La opción es: democracia o muerte.
      Sin  embargo, para que exista una religión no bastan la liturgia, los sacramentos, los ritos. Se necesita también, y ante todo,  una fe aunque esta fe no arraigase más que en el corazón de una minoría.
      La democracia es una religión. Acabamos de verlo sin ni siquiera  haber pronunciado esa palabra, pero nos vemos obligados a hablar de unción, de sacramento, etc. El hombre es un animal religioso ya sea deísta o ateo. No puede vivir sin fe. El carácter sacro del poder democrático es evidente. Se lo ve admirablemente en la entronización de  todos lo Estados nuevos que brotaron  sobre la faz de la  tierra a partir de la última guarra. Pero, para que existan, los Estados tienen que ser democráticos, así como, para ser tenidos en cuenta, los jefes de Estado tienen que ser democráticos.
      Centenares y millones de hombres  son y se dicen democráticos. Es decir que adhieren a una fe. Parece ser muy difícil explicar su fe y su profesión de fe  por la legitimidad internacional. Casi se podría pensar que esa fe  es la que funda la de los jefes de Estado y la estructura del orden político. La fe precede y anima necesariamente  toda estructura.
      En realidad hay reacción recíproca. Por ejemplo, en los nuevos Estados hay decenas de millones de hombres que  creen en la democracia en la medida en que se consideran llamados a beneficiarse personalmente con el cambio. Por otro lado, en los países antiguos, todos los hombres cuya carrera  y reputación dependen mucho o poco del Poder, tienen interés en proclamarse democráticos y estos son harto numerosos por el hecho de la estructura estatista de la monarquía de las naciones.
      Sin embargo, al margen de esas dos categorías de hombres que, por otra parte constituyen la inmensa mayoría, hay todavía espíritus libres y que viven con una libertad suficiente para tomar decisiones sin ser demasiado influenciados por el interés o el temor. Pues bien, entre esos hombres hay muchos que se dicen democráticos. ¿Porqué?
       Si reflexionamos se llega a la conclusión que, cuando esos espíritus libres  se dicen democráticos es que lo son. Vale decir que tienen fe en un dogma cuya definición para ellos más acertada es la palabra democracia. Igualmente aún entre los hombres  interesados en proclamarse democráticos se puede pensar  que su profesión de fe no es pura mentira. Su fe es, en extremo, imprecisa, descolorida. Pero, teniendo todo esto en cuenta creen más en algo que podría llamarse democracia que en cualquier otra cosa que se llamase de otro modo. 
      Por lo tanto; ¿en qué creen todos esos hombres?  ¿cuál es su religión? ¿cuál es el objeto de su fe?  ¿y porqué proclaman esa fe?
      He dicho hace poco que no se puede explicar la fe democrática de los individuos por medio de la legitimidad internacional. Quizá decir eso sea un poco apresurado. Por cierto que la legitimidad internacional, en cuanto tal, es exterior a esa fe individual. Pero el origen es el mismo, en último término, el contenido también.
      En ambos casos-en el caso de las conciencias individuales como el de la “conciencia” internacional- la Historia es lo que explica todo.
      Hasta el siglo XVIII el Cristianismo era el orden total de la civilización occidental, el orden de la sociedad y de las personas, el orden de los Estados como de los individuos. Al destruir la monarquía la revolución francesa  entendía derribar la totalidad del orden cristiano, y así lo hizo en efecto.
      Lo que hubiera tenido que ser nada más que una revolución política se convirtió y quiso ser una revolución religiosa.
      En cuanto sistema de designación de los gobernantes la democracia, al igual que la aristocracia y la monarquía había sido aceptada por todos los teólogos y todos los filósofos. Pero la Revolución no instauraba un régimen político nuevo: instauraba una filosofía nueva y una religión nueva. A través de la monarquía la revolución apuntaba  al principio cristiano de que toda  autoridad viene de Dios.  A partir de entonces, toda autoridad venía del hombre; del hombre elector, del hombre pueblo, del hombre número. La autoridad ya no venía de arriba sino de abajo. El santo crisma, como decía Proudhon fue reemplazado por la urna electoral.
      La Revolución es un bloque, decía Clemenceau. Tal vez hubiera podido no serlo. Pero el hecho es que lo fue y que, en su esencia, ha permanecido como tal. En esencia, la Revolución sigue siendo la instauración  de un orden contrario al orden que destruye. Como el orden que destruía era muy antiguo e impregnaba las instituciones, las costumbres y las mentes, la Revolución francesa no fue implantada de una sola vez. La Revolución ha podido ser, ha tenido que ser un movimiento permanente, un lucha constante. El azar histórico quiso que la Revolución Francesa  estallara al mismo tiempo que se operaba otra revolución, la de la ciencia y la industria que se identificó con ella. La religión democrática se ha convertido en la religión del Progreso, en la religión del Futuro.
      El bloque Revolución engendró el bloque Democracia. Todo lo que uno u otro plano, representaba el Pasado fue condenado, automáticamente, en nombre de la Democracia. 
      En los Estados Unidos, la Revolución fue esencialmente política, y como los hombres de dicha revolución eran puritanos la Democracia tomo un matiz muy diferente. Es también una religión del Progreso y del Futuro, pero bañada de un deísmo cristiano. Esto prueba que no hay relación necesaria, tampoco en el siglo XX como en otros tiempos –entre tal o cual sistema para nombrar gobernantes y el cristianismo. Pero en todos lo países de Europa y de otras partes, en los que la democracia se ha originado en una revolución contra un orden anterior generalmente muy antiguo, los valores contenidos en este orden eran tanto más repudiados cuanto más estrechamente  se confundían con el mismo  y cuanto más la citada revolución se   inspiraba en la de Francia.  La revolución rusa y posteriormente la revolución china han renovado  y acentuado más el carácter  anticristiano y antirreligioso de todas las demás revoluciones que ellas han desencadenado.  Al presentarse esas revoluciones  como filosofías totales del hombre  y de la sociedad –mucho más totales que la Revolución Francesa-  es decir, como revoluciones nuevas, religiones del ateísmo, los regímenes democráticos por ellas suscitado son todos profundamente religiosos, religiosos con un ateísmo militante. Esta ateísmo es la religión del Progreso y del Futuro.
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E
ste rápido panorama nos permite, así lo creemos, orientarnos dentro de la confusión democrática:
     
               el polo comunista
              -el polo francés
              -el polo norteamericano
              -el polo británico
      La democracia comunista es integralmente religiosa, Es la religión totalitaria del ateísmo militante, bajo las especies del materialismo dialéctico.
      La democracia francesa es de origen y esencia religiosas. Pero fundada, desde un principio, en el individualismo deja lugar a corrientes de pensamiento que pueden afectarla tanto de parte del cristianismo como del comunismo.
      La democracia norteamericana tiene origen político y esta bañada de espíritu religioso con matices cristianos.
      La democracia británica es únicamente política. Moderada por la aristocracia y la monarquía hunde sus raíces en el cristianismo.
      En la medida que la democracia está ligada al cristianismo, es decir, en el caso de los anglosajones, ese cristianismo se hace protestante, lo cual implica, en una tradición ya muy antigua, un aspecto revolucionario puesto que el protestantismo fue la primera revolución social contra el catolicismo.
      La fe democrática es, por consiguiente, histórica y geográficamente anticatólica. En la medida con que es  militante la democracia es igualmente anticristiana y más generalmente antirreligiosa. (en el sentido deísta del vocablo religión).
      Sin embargo el carácter individualista de la democracia francesa, su antigüedad (de casi dos siglos) y la convergencia de intereses que ha hecho de los países anglosajones y de los países europeos, una sociedad política bastante unida, han dado, paulatinamente a la democracia occidental rasgos comunes en que ha prevalecido algunas ideas de vida personal y social sobre las concepciones puramente filosóficas. La democracia del “mundo libre” frente al totalitarismo comunista, se ha convertido en gran parte en un sistema político cuyos principios están bastante bien resumidos en los Derechos del Hombre y cuyas normas de funcionamiento se reducen a la separación de poderes, a la designación de gobernantes por elecciones  regulares, a la posibilidad para las minorías de existir y manifestarse, etc.
      La ventaja que ofrece el carácter tolerante de la democracia occidental es haber desarmado, en parte, a los sectarismos anticlericales y antirreligiosos. Su inconveniente reside  en la debilidad de su sincretismo que ha abierto las puertas al comunismo. Las mentes formadas sociológicamente por el catolicismo no se satisfacen así nomás con una vaga religiosidad. Cuando han perdido su fe primera buscan otra igualmente vigorosa. Por eso, las masas populares de los países católicos son mucho más receptivas al comunismo que las de países protestantes.
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S
e podría multiplicar estos análisis al infinito. Dichos análisis nos suministrarían más ampliamente, en efecto, las razones para ver porqué  cada individuo se dice democrático y porqué puede, en efecto, decirse democrático, aunque profese ideas diferentes a las de su vecino.
      Mas allá de las divergencias y oposiciones, el hecho de que las democracias modernas son de origen revolucionario  crea una fe democrática común  y ésta es una cierta contradicción al pasado y una garantía de lo porvenir. La coincidencia del advenimiento de la democracia con el de las ciencias ha contribuido poderosamente a injertar un contenido más religioso a la fe democrática. De allí proviene el atractivo comunista.
      Estamos, en verdad, en presencia de una religión nueva, religión que es para la totalidad del globo lo que fue  el Cristianismo de Occidente durante quince siglos.
      La fe democrática puede abarcar desde la convicción total y militante hasta el  escepticismo subjetivo integral, como ocurrió con la fe cristiana en la Edad Media. Sin embargo, los incrédulos declarados de la democracia moderna son tan raros como lo eran  los incrédulos declarados del cristianismo medieval, y por igual tazón: la incómoda situación del incrédulo.
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P
or lo tanto, se plantea una pregunta: ¿puede tener la democracia un sentido concreto admisible  para los católicos?
      La cuestión así planteada sólo puede tener una respuesta afirmativa pero a condición de aclara bien las cosas.
      Ante todo, ya lo hemos dicho, la definición puramente política de la democracia la convierte  en una realidad perfectamente indiferente al catolicismo. La elección de gobernantes es una manera completamente natural  de designar la autoridad política. Es incluso el modo normal para ello en la medida que los individuos sean más capaces de conocer  y apreciar las cuestiones políticas.
      Por más que al contenido de la democracia históricamente le hayan injertado valores anticatólicos, dicho contenido puede cambiar. Esto es cuestión de tiempo y de fuerza espiritual. El protestantismo ha impreso su matriz a la democracia anglosajona. El ateísmo ha impreso su matriz a la democracia soviética.  Nada impediría que hubiese un matriz para la democracia hecha por el catolicismo.
     Asimismo cuando el contenido pasional  antirreligioso de la democracia comenzó a declinar en  Europa, los Papas señalaron la diferencia  existe entre la democracia stricto sensu, es decir, puramente política y la función  antirreligiosa que la Revolución y sus herederos le asignaron. Los Papas se han encargado de precisar los caracteres de la verdadera democracia, vale decir, los caracteres que debe revestir un régimen  democrático concreto para coincidir lo más posible con los elevados ideales que sustentan los democráticos. En resumidas cuentas, la Encíclica Pacen in Terris es una especie de síntesis  de la doctrina democrática de la Iglesia, un resumen de los principios del orden social tal como lo establece la ley natural, tal como lo admite la Iglesia y como invita a todos los democráticos y a todas las democracias que lo reconozcan.
      Sin embargo es siempre difícil remontar o rectificar una corriente histórica. El católico democrático se siente recién llegado en la familia democrática. Siente algo así como una necesidad de hacerse perdonar un largo error histórico. Por eso no se lo admite sino después de un tiempo bastante largo de prueba en que se lo invita a demostrar su sinceridad. ¿Y cómo lo demostraría mejor sino criticando en grande todo cuanto en el catolicismo  pareciera ser herencia sociológica del pasado? De ahí el equívoco que siempre se cierne sobre la democracia católica.
      Este equívoco a cobrado en Francia un carácter espectacular a partir de la Liberación. Los católicos, en efecto, han creído poder manifestarse  más democráticos que los  demócratas tradicionales de su país, pasando por encima del radicalismo y la masonería, para ir al encuentro directo del comunismo. Ciertamente, no aceptaron el comunismo como tal pero admitieron  los enfoques del comunismo  respecto a la sociedad económica y política, vieron en los comunistas hermanos a los que era necesario tender la mano para trabajar en común por la promoción del proletariado  y para establecer la paz mundial. Esta democracia  católica se ha convertido en el “progresismo” que, en su forma declarada, no congrega sino a un número muy pequeño  de católicos, pero cuyo espíritu  satura todo el catolicismo francés y tiende a saturar el catolicismo mundial.
      ¿Cómo puede explicarse semejante error? Ante todo por la disminución de la fe cristiana. Pero psicológicamente por el hecho que habiendo sido el catolicismo una realidad social  encarnada en mil quinientos años de historia, el católico siente una necesidad de la nueva cristiandad popular, y no vacila en abrazar la causa  del movimiento más potente y numeroso para crearse ese confort espiritual del que se ve privado en el plano puramente religioso. Nada es más fácil que imaginarse que el católico podrá bautizar al comunismo y que, por otra parte, el comunismo está ya virtualmente dentro de la Iglesia de Dios porque es la masa de los que sufren.
      ¿En qué reside la importancia y el verdadero peso del progresismo? Es muy difícil advertirlo; pero cada día avanza más. El éxito prodigioso del P. Teilhard de Chardin es la señal de esto.
      “En el gran río humano –escribe Teilhard- las tres corrientes (oriental, humana y cristiana) aun se oponen. Sin embargo, hay señales ciertas en las que se puede reconocer que se van acercando. El Oriente ya parece haber olvidado  la pasividad original de su panteísmo. El culto del progreso abre cada vez más ampliamente sus cosmogonías  a las fuerzas del espíritu y de la libertad. El Cristianismo comienza a inclinarse ante el esfuerzo humano. En las tres ramas trabaja oscuramente el mismo espíritu que me ha hecho a mí mismo.
      “En este caso la solución que persigue la Humanidad moderna ¿no sería, en esencia, esa misma que yo he encontrado, precisamente?
      “Así lo pienso y en esta visión concluyen mis esperanzas.
     “Una convergencia general de las religiones en un Cristo-Universal que, en el fondo, satisfaga a todos: tal me parece ser la única conversión posible del mundo y la única forma imaginable de la Religión del futuro”.
      Esta profesión de fe es, en verdad, la de la religión democrática.
      Fe en el mundo, en el progreso, en la ciencia, en el porvenir: fe en la vida, fe en todo lo que crece, en todo lo que sufre, en todo lo que viene de abajo y va, a la vez, hacia arriba y hacia delante: he ahí la fe democrática. He ahí la fe que tal vez sea la del norteamericano, del ruso, del europeo, del africano, la del asiático. He ahí la fe que tal ves sea la del ateo, del deísta y del cristiano. He ahí la fe que puede proclamarse indiferentemente de la Materia,  del Espíritu y de Cristo, ya que eso es la misma cosa para Teilhard. He ahí la que todo el mundo profesa hoy día.
     Que sea posible que un católico profese esa fe nos hace cavilar ya que ésta es exactamente lo contrario de la fe cristiana y católica.
      Si pensáramos que la fe que anima la religión democrática es verdaderamente profunda no bastaría con decir que estamos en víspera de la  máxima herejía en la historia del catolicismo, sino que estaríamos más bien en víspera de una apostasía general en la que zozobraría todo el armazón social de la Iglesia de Cristo reducida a estado de las catacumbas en medio de una humanidad sumergida de nuevo en la idolatría.
      Reconozcamos que, si hubiéramos de atenernos a lo que se ve y se manifiesta, esta visión apocalíptica no dejaría de ser la previsión más lógica y por lo tanto la más probable.
      Pero ¡a Dios gracias!, existe todo lo que no se ve, lo que constituye la vida  intensa  y oculta del cristianismo. Es dable esperar que el tumulto progresista se calmará algún día y que la democracia se tornará de religión a forma institucional de la sociedad. Esto es, en todo caso, lo único fundamental, lo único para lo que vale la pena que trabajemos.+


LOUIS  SALLERON.